jueves, 25 de junio de 2009

miércoles, 24 de junio de 2009

Demencia/autocompasión (y oligofrenia)

¡Ja, ja, ja!… ¿Qué relevancia puede tener una simple gota de privación en medio de un inabarcable océano de carencia?

martes, 23 de junio de 2009

Microrrelatos

He aquí mi participación en el prestigioso I Certamen de Microrrelatos Sevilla Press:

Perspicacia

Echo de menos a mi compañero, pese a sus manías: me arrebataba el periódico y lo deshacía para taparse con sus hojas, necesitaba dormir con la luz encendida toda la noche… Compartíamos un pequeño apartamento, con televisor y todo –minúsculo, eso sí, y averiado, pues era imposible cambiarlo de canal–; además, una de sus paredes era transparente, lo cual lo hacía parecer más espacioso. Me gustaba, pero prefiero este hotel, con su personal siempre tan atento, que hasta te dan caramelos gratis todos los días… Sólo le veo un fallo: sus inquilinos están como chotas, ¿no crees?

La última huida

Ni su relación con Marta –que en breve pasará a llamarse matrimonio aunque sea mentira su nombre más apropiado–, ni los muchos años más que han transcurrido desde que comenzara a cursar Medicina –desgarrada el alma al recordar cuán lejos discurría el otro camino, que llevando una vida al seminario condenaba a dos a no tener más en común que el tiempo–, ni una cosa ni otra, decíamos, pueden evitar ahora que sobre el periódico vierta Miguel un río hasta diluir la tinta de la esquela que con ojos sin consuelo mira.

P. D.: ¿Qué es «adsorbiendo»? Y ¿por qué la mayoría de los ganadores u «honormencionados» tiene más de dos apellidos? No entiendo nada.

domingo, 21 de junio de 2009

Removido y agitado (VIII)

En línea con lo dictaminado por el forense, la policía consignó en su informe que Miguel T. C. había muerto de infarto. Sin embargo, se resistían a considerar definitiva tal conclusión, pues les parecía muy extraño que alguien con el permiso de conducir caducado desde hacía casi tres años –según pudieron comprobar en su base de datos– y que estaba sufriendo un ataque al corazón circulara en el momento del impacto a una velocidad que, a juzgar por el estado en que había quedado el coche, no debía de bajar de 150 kilómetros por hora.

domingo, 14 de junio de 2009

Removido y agitado (VII)

El sábado, la reunión familiar que había organizado Paula en su casa discurrió como la seda hasta que Pablo introdujo, en la conversación que con su hermano estaba manteniendo, el tema del toreo; como gran aficionado que era, hablaba con arrobado entusiasmo y, no soliendo él hablar de nada en voz baja, natural debe juzgarse que menos aún lo hiciera con su dilectísima afición. Concurrieron, en suma, las condiciones propicias para que la reunión hiciera crisis, pues el diálogo inevitablemente hubo de llegar a oídos de Julia, antitaurina militante. De tal suerte que la bomba se unió a la mecha y las palabras no tardaron en prender ésta; todo estalló cuando Pablo, iracundo, se levantó de su silla y, tras arrebatarle a Julia el teléfono móvil, enseñó a los comensales la foto que su contertulia tenía de fondo, la de un precioso gato siamés. El desgraciado no encontró mejor argumento con que rebatir la postura de Julia que el de reprocharle haber dejado morir al gato –«éste al que ahora tributas duelo»– de un «triste» resfriado. «¿No disponías ni de una miserable hora para llevarlo a un veterinario, chica? ¡Qué culpa tendría el pobre animal, que agonizó lentamente hasta asfixiarse! ¡¿Y me hablas tú de tortura?!»

Durante tan acerbo debate, sin embargo, una persona no percibía las estentóreas voces que lo protagonizaban sino como un lejano susurro, ya que hacía tiempo que se hallaba ausente, pese a permanecer su cuerpo sentado sobre una silla. Miguel –que ésa era la persona– ya se temía la contestación que Paula daría a la pregunta que planeaba por su cabeza desde la madrugada del miércoles, si bien creía que la asumiría sin problemas como había hecho tantas veces antes; pero tal respuesta acabó por sumirlo en el lánguido mutismo que ahora ceñía y aislaba su ser y del que apenas saldría desde entonces y hasta el final. Y es que quiso él saber, en fin, el motivo por el cual ella no había acudido a la cita que habían acordado por teléfono. (Estoy seguro de que el lector, sin necesidad de transcribir aquí las palabras de Paula, se figurará por qué Miguel, estando ese día en su casa y con la mesa dispuesta celosamente para dos, hubo de esperar hasta desesperarse.)

sábado, 13 de junio de 2009

Removido y agitado (VI)

A I. le encantaba el sexo femenino; se quedaba paralizado en cuanto veía un rostro de mujer que, a pesar de no ser especialmente bello, le resultara sugerente. Era algo que no podía remediar aun habiendo calado hondo en él el puritanismo católico más recalcitrante. Éste, sin embargo, hacía su aparición a los pocos segundos de haber fijado la mirada en cualquier mujer que no fuera Julia, su novia: toda su cara se inflamaba de rojo, y posaba los ojos en el suelo con gran nerviosismo; si el objeto de su atención, además, le dirigía la palabra, se aturullaba y su réplica adoptaba forma de ovillo inextricable. No obstante, lo preocupante era que todo esto le había sucedido con la novia de su hermano e, incluso, con la madre de Julia. Con la primera, la cosa no había traspasado los límites de la vista; pero, con la segunda –que, a decir verdad, conservaba casi intacta su extraordinaria belleza aun rondando la cincuentena–, I. llegó a internarse en el inconveniente campo del tacto: hacía gala ella de un carácter risueño que arrebataba a I., lo que, llegado un punto crítico, lo hizo entusiasmarse en exceso, envalentonarse y arrojarse finalmente a sus labios. Sería ocioso referir las consecuencias de su osadía. Baste decir que no consiguió con tal acto procurarse una segunda novia, y sí verse impelido por la vergüenza a buscar otro lugar de encuentro con Julia que no fuera, durante varias semanas, la casa de ésta.

Siempre contaba él, de todas formas, con el castigo que Dios le infligía en compensación por sus escarceos románticos: su padre. Era una carga harto pesada, pero la consideraba justa a tenor de la traición que con ellos cometía contra Julia; el contrapeso necesario para equilibrar la balanza de la vida, la cual –estaba convencido– debía inclinarse a favor del sufrimiento. A este respecto, no estaba del todo de acuerdo con el sacerdote que lo aconsejaba espiritualmente: no creía que la vida debiera ser todo penalidades –«para así conquistar el Cielo»–, que uno debía dirigirla en ese sentido; ella sola, la vida, sin necesidad de injerencia alguna, se bastaba en su transcurso para dar cumplimiento a semejante máxima. La vida no debía ser sufrimiento; la vida era sufrimiento.

De romanticismo hablábamos, y es que gustaba I. de él, tímido empedernido como era (incapaz de mostrar vivas pasiones si no lo contagiaba de ellas otra persona, a la que, por no resultar descortés, se limitaba a emular –como bien hacía con Julia–. Le complacía más la contemplación, quedarse soñando con una mera posibilidad y con el intangible roce de las miradas). No podía, por mucho que lo intentara, mostrarse con los desconocidos como realmente era y, cuando estaba rodeado de gente, acostumbraba depositar la mirada en cualquier objeto inanimado y entablar «conversación» con él. (Sólo nosotros, por supuesto, sabemos de su extraña costumbre; debemos considerarnos, a este respecto, más privilegiados incluso que su propia novia.) Le molestaba, en ocasiones, el ajetreo de sus propios familiares en su casa, y por ello se encerraba en el baño, fingiendo que se estaba lavando los dientes, y se dirigía entonces al sumidero del lavabo imaginando que dos de sus orificos eran ojos, profundos ojos negros, y le hablaba; el sumidero nunca lo juzgaría, nunca se reiría de él, nunca le respondería con desdén…

martes, 9 de junio de 2009

Desasimiento

Se empecina Pedro, en La sombra del ciprés es alargada, en ser fiel a su principio de no tomar nada de la vida y evitar así verse obligado en algún momento a dejarlo. Es el dilema entre sufrir por no tener (poco, pero durante mucho tiempo) y sufrir por perder (de forma acaso atroz, pero sólo tras haber disfrutado de lo que se tenía y con posibilidad incluso de recuperar la dicha). La primera opción es de cobardes, sin duda; de muertos vivientes. Ahora bien, ¿y si no se encuentra forma alguna de tener? ¿Y si uno parece ser impermeable al mundo?

domingo, 7 de junio de 2009

Paréntesis

Ya lo advertí. Espero (siempre algún resquicio), no obstante, seguir con esto más adelante; la continuación de «Removido y agitado» está desde hace semanas en mi cabeza, de modo que...

Mi futuro inmediato está íntimamente relacionado con las letras, pero, quizá por tratarse de trabajo (haré de corrector profesional, lo que no dejará de implicar mecanicismo, repetición, y obligación hasta el punto —seguro, en algún momento— de hacerme olvidar el deleite que la tarea me proporciona), no siento interés por escribir. No así por leer, aun implicando asimismo mi labor la de leer sin parar; enfrascado y maravillado estoy ahora mismo con La sombra del ciprés es alargada, de Miguel Delibes: construida con su habitualmente vastísimo léxico, el autor creó una trama (basada, según dicen, en su propia vida) que nunca se estanca en una sola situación; suceden los hechos como agazapados para luego surgir de súbito sus respectivos desenlaces, sobrecogedores aun intuyendo uno, acaso, que se escondían al amparo de tal supuesta rutina. A mí —supongo que porque suelo dejarme llevar por la historia, sin molestarme en intentar predecir lo que se avecina— ya me ha dejado profundamente «descolocado» más de una vez.

En fin, sabed, al menos, que aguanto, que no me he ido, que acaso me hallo aletargado —o tal vez «creciendo»—. Saludos.