lunes, 26 de octubre de 2009

Elegía del teléfono (y de la madre que lo parió)


¡Pobre Graham Bell,
que sobre sí tanto soporta
de mis desechos el vertido!
Pero ¿es la culpa mía
si por media de alegría
me da su vil invento
cien veces por culo
y otras muchas de tormento?

domingo, 25 de octubre de 2009

Ca... Caa... ¡Ca-ínnn!




Qué diablo de dios es éste que, para enaltecer a Abel, desprecia a Caín.


Esta frase, magnífica, brillantemente compendiosa, es todo cuanto puede leerse en la contraportada del último de Saramago, libro con el cual me he hecho, sólo hasta recién empezado diciembre, mediante una vil e inconfesable artimaña.

Pues bien bien, al igual que hizo en El Evangelio según Jesucristo, su excelencia don José utiliza en este libro las Sagradas Escrituras para armar un relato hasta cierto punto alternativo del «oficial», plagado —abrigo tales esperanzas— de mordaces pullitas que inducen al lector a concebir el Libro como si nunca hubiera oído hablar de él (bueno, esto es una exageración, pero creo que entenderéis nuestro propósito), a mirarlo con otros ojos. En definitiva, a darle a la mollera.

Conque llegando al final confiésome con franqueza: la perspectiva de leer a tan juicioso ateo hablar en esta ocasión sobre el Antiguo Testamento, máxime cuando el «renegado de la fe» es un artista de mi entera devoción, excita mi cerebro de tal modo que, si fuera un pene, ni la más fina aguja podría atravesarlo.

P. D.: Y que publico esto aquí en vista del escaso o nulo éxito que parece tener casi nada de lo que expongo en Facebook. Y, aparte, porque la obscenidad de hace tres líneas quizá hiriese alguna sensibilidad. En suma, por una extraña mezcla de rensentimiento —gracias por nada— y consideración —de nada—. Alusiones estas que dirijo, paradójjjicamente, a quien no las leerá.

sábado, 24 de octubre de 2009

jueves, 22 de octubre de 2009

domingo, 11 de octubre de 2009

Cualquier día de éstos...


Golpeando con saña el volante y gritando imprecaciones contra la madre de todo cuanto se le ocurría, concluyó que con las ruedas reventadas nunca llegaría a tiempo a un sitio seguro y, en fin, que debía decidirse a salir del habitáculo ya: o lo hacía cuanto antes o moriría aplastado bajo la presión de la carrocería, la cual, sojuzgada bajo el plomo ígneo en que se habían convertido los rayos del sol, no cesaba de crujir y retorcerse como un animal moribundo. Tiró de la manivela, pero la puerta no se movía: el metal que la formaba se debía de haber fundido en los puntos en que apenas unos milímetros la separaban del resto de las piezas de la carrocería, sellándola irremisiblemente. Trató entonces de bajar el cristal de su ventanilla, pero, como suponía, el mecanismo eléctrico no respondió. Llevaba un par de segundos rezando cuando las seis lunas de que se componía el coche estallaron con horrísono estrépito y dejaron deslizarse al interior ráfagas furiosas de fuego gaseoso. Sobrepujando el instinto al pánico, atravesó el vano enmarcado de esquirlas de cristal.

Al entrar sus manos en contacto con el asfalto, un sonoro siseo realizaba la presentación del terrible dolor que, acto seguido, le atravesó las falanges y las palmas. En cuanto pudo, apoyó un hombro —de dobló—, después las costillas, y al cabo, desenganchados los pies del marco de la ventana, cuan largo era reposó sobre el suelo humeante. Tras hacer acopio de coraje, apoyó de nuevo las manos y con premiosidad se irguió. Se miró las palmas: donde la piel no estaba roja, se hallaba levantada o palpitaba. Vio asimismo que en el suelo varios trozos de la tela de su camisa, hechos jirones, se habían quedado adheridos al asfalto.

Enfiló el camino hacia las oficinas, ya en la acera. Lo que estaba viendo se parecía demasiado al lugar al cual, según le advirtieron los curas en tiempos del colegio, van todos aquellos que se pajean como un mono. Las losas que se extendían ante él estaban resquebrajándose, y notaba cómo cedían bajo sus pies. El verdor del césped de los jardines estaba por entero infectado de amarillo. Las copas de algunos árboles habían empezado a arder, y a punto estuvo de que la rama de uno de ellos le cayese encima cuando se desgajó de su tronco, socarrado todo nexo. Los pocos seres semovientes que veía no tenían mejor aspecto: un perro, de cuyo pelaje emanaba humo, corría despavorido mientras gañía; las personas que no emitían alaridos a causa de las llamas que las envolvían yacían inertes, tendidas en el suelo y con la piel prácticamente desprendida, mostrando en algunas zonas sus huesos. Había decenas de coches que, en semejante estado que el suyo, permanecían parados en medio de la carretera. En el interior de algunos de ellos, los ocupantes que podía ver no habían corrido tan buena suerte como él: unos estaban aplastados por la carrocería; otros, acaso exhaustos por el calor y desangrados debido a los cortes de cristales, apenas habían podido sacar medio cuerpo por una ventanilla; y otros, a los que les debía de haber fallado la dirección electrónica antes de reventar las ruedas, habían chocado con alguno de los numerosos vehículos que salpicaban la carretera, habían perdido la consciencia —tanto mejor para ellos— y ya mostraban en sus rostros las primeras señales de estar abrasándose.

Cuando apenas le quedaba una decena de metros para llegar, las suelas de los zapatos se desprendieron. No lo cogió esto de sorpresa, pues se había percatado de que, como casi todo a su alrededor, aquéllas también estaban humeando hacía tiempo. Se soltó los cordones y se deshizo de los restos de su calzado. No bien llegó a la puerta, percibió en sus pies aquella sensación que había experimentado en las manos: los calcetines eran calcinada historia; sus plantas podales, como dos mapas «mudos» de la orografía australiana.

Una vez hubo atravesado la segunda puerta que aislaba las oficinas del exterior, prometiéndoselas en su mente muy felices, se dio de bruces, literalmente, con un muro de gélida atmósfera y no menos terrorífico panorama que el que acababa de dejar atrás. Todo a su alrededor estaba cubierto de hielo, capas y capas que opacaban la imagen de cuanto envolvían: pantallas de ordenador todavía encendidas, mesas, sillas, armarios... Y la gente, por supuesto: ellos daban el toque final a lo que parecía una escena que alguien, mientras visionaba la película de que formaba parte, había querido observar en «pausa» para escudriñarla con minuciosidad. No obstante, tenían todos los labios amoratados y las pupilas apenas eran perceptibles, enterradas bajo lágrimas congeladas. Le extrañó ver que una compañera, no muy dada a los accesorios indumentarios, llevaba una especie de sombrero; pero, al mirar más detenidamente, se dio cuenta de que no era más que una estalactita que se había desprendido del techo. Con extremo nerviosismo y poniendo delante de su cara las manos, alzó la mirada al techo y, entre los huecos de sus dedos, tembloroso de frío y de terror, vio fragmentado un enorme plantel de agujas heladas. Sin dejar de cubrirse como bien podía la cabeza, retomaron sus ojos el frente y otra visión le horadó las retinas durante sus últimos segundos: todos tenían la boca y los ojos muy abiertos, salvo la chica del «tocado».

La ignorancia en ocasiones es un consuelo, pues quizá un infarto se lo habría llevado antes si hubiera sabido, o aun intuido, que el húmedo bochorno que antes había inhalado estaba acelerando un proceso que en sus compañeros fue gradual. Triste consuelo, en cualquier caso: después de exhalar una blanca vaharada más, el interior de los pulmones culminó su petrificación.

Entonces, por un instante fugaz —despiadadamente dilatado—, comprendió.



viernes, 9 de octubre de 2009

Soledad



Se tapa durante unos segundos los ojos, mientras se seca la cara, y ve entonces todo su mundo. Recorre lugares antes recorridos, pero parecen extrañados sus suelos de sus pisadas; se encuentra con personas con quienes ya se encontró, pero de su cara parecen extrañarse sus consciencias: es un extranjero, aunque nunca haya emigrado desde que nació. A una mosca le ha perdonado su inquietud y sus indecorosos modos, pues ha sido ella todo con lo cual ha sentido cierta complicidad.

Acaso el problema radique en que no entiende nada. ¡Perdón!, pues me equivoco: entiende al menos –o cree entender– aquello que no sabe sino sonar; y a quienes no existen.


sábado, 3 de octubre de 2009

Esnobismo (reflexiones anticuadas)

Sí, vivieron durante muchos años sumidos en la carestía o acaso en la misma miseria. Lo tengo en cuenta, pero la incomprensión es más fuerte: ahora, cuando disfrutan de una economía más desahogada, muchos de ellos no ven más allá de la paupérrima apariencia; desdeñando la cultura –¿para qué la quieren si poseen y custodian y atesoran cosas?, parecen pensar–, se contentan con redimirse a medias.

Caminaba y camina uno por los pasillos de los megacentros comerciales y no puede sacar otra conclusión: parecen gorilas vestidos de etiqueta que se conforman con el mero atuendo para integrarse en el atildado entorno (¡qué carajo, si es así!; y nadie les exigirá un carné de «mínimo nivel de inquietud intelectual» como requisito para cerrar una venta, claro). Sin embargo, a poco que uno rasque –escuche, pregunte, observe–, verá que su flequillo no tarda en agitarse a causa de cuanto escapa del interior: aire.

Por la misma época, empezó a ver uno también como las enormes esculturas «modernas» emprendían su progresiva invasión de la ciudad toda, y, en pos de esa visión, a pensar que con tan majestuosa erección no se empeña la clase política sino en parecer adelantada a su tiempo, o cuando menos que lo acompaña sin rezagarse; pero no adivino bajo la carcasa –reitero– más que simpleza y ramplonería. Pues muchos pretenden ir de la pobreza a la abundancia sin detenerse un triste momento –sea en el trayecto, sea cuando ya han llegado– en estrujarse las meninges, en explorar otras mentes y abrir con ello las suyas. «Semos estilosos y modernos, ¿o es que no lo ves? Mira, si no te lo crees, la gente pasar, mira las cosas tan bonitas (bueno, modernas) y tan grandes que pueblan nuestros parques, nuestras plazas... Esto es lo másss.»

Luego, al mirar unas ruinas antiquísimas recién descubiertas, la única idea que conciben es la de derruirlas y construir cualquier cosa sobre el polvo que de ellas quede; cuando escuchan música –o la oyen, que acaso sea el verbo más adecuado–, no saben ni identificar quién la compuso o el género a que pertenece... En lo poco que hallan placer es en la diversión instantánea y continua, y lo que más les pirra –lo cual dicen sin pudor y con el mayor de los embelesos– es la joya, el coche o la televisión que se acaban de comprar. Etcétera.

Qué pronto he olvidado El lobo estepario.

P. D.: La idea de crear algo similar a este modestísimo artículo surgió en mi mente hace mucho tiempo, pero ha sido «Madrid: una ciudad zombificada», de Darthz, lo que finalmente me ha incitado a escribirlo y publicarlo. Con un par.