Sólo comparable a escuchar buena música en el coche es ir conduciendo en completo silencio. Desfilando los coches por los tres carriles, sincronizados como bailarinas acuáticas, parece estar uno inmerso en una escena reproducida a cámara lenta. Pocos son los sonidos que en ese momento, atravesando a duras penas la carrocería, hienden el aire que llena el interior; pueden oírse, vagamente, el monótono deslizarse de los neumáticos sobre el asfalto y el zumbido del motor de los coches, interrumpidos acaso por el esporádico tarareo de alguna canción recordada o inventada, si bien de ella más que ondas sonoras son vibraciones lo percibido: se diría que, antes que en la garganta, nace la tonada del mismo pecho.