sábado, 13 de junio de 2009

Removido y agitado (VI)

A I. le encantaba el sexo femenino; se quedaba paralizado en cuanto veía un rostro de mujer que, a pesar de no ser especialmente bello, le resultara sugerente. Era algo que no podía remediar aun habiendo calado hondo en él el puritanismo católico más recalcitrante. Éste, sin embargo, hacía su aparición a los pocos segundos de haber fijado la mirada en cualquier mujer que no fuera Julia, su novia: toda su cara se inflamaba de rojo, y posaba los ojos en el suelo con gran nerviosismo; si el objeto de su atención, además, le dirigía la palabra, se aturullaba y su réplica adoptaba forma de ovillo inextricable. No obstante, lo preocupante era que todo esto le había sucedido con la novia de su hermano e, incluso, con la madre de Julia. Con la primera, la cosa no había traspasado los límites de la vista; pero, con la segunda –que, a decir verdad, conservaba casi intacta su extraordinaria belleza aun rondando la cincuentena–, I. llegó a internarse en el inconveniente campo del tacto: hacía gala ella de un carácter risueño que arrebataba a I., lo que, llegado un punto crítico, lo hizo entusiasmarse en exceso, envalentonarse y arrojarse finalmente a sus labios. Sería ocioso referir las consecuencias de su osadía. Baste decir que no consiguió con tal acto procurarse una segunda novia, y sí verse impelido por la vergüenza a buscar otro lugar de encuentro con Julia que no fuera, durante varias semanas, la casa de ésta.

Siempre contaba él, de todas formas, con el castigo que Dios le infligía en compensación por sus escarceos románticos: su padre. Era una carga harto pesada, pero la consideraba justa a tenor de la traición que con ellos cometía contra Julia; el contrapeso necesario para equilibrar la balanza de la vida, la cual –estaba convencido– debía inclinarse a favor del sufrimiento. A este respecto, no estaba del todo de acuerdo con el sacerdote que lo aconsejaba espiritualmente: no creía que la vida debiera ser todo penalidades –«para así conquistar el Cielo»–, que uno debía dirigirla en ese sentido; ella sola, la vida, sin necesidad de injerencia alguna, se bastaba en su transcurso para dar cumplimiento a semejante máxima. La vida no debía ser sufrimiento; la vida era sufrimiento.

De romanticismo hablábamos, y es que gustaba I. de él, tímido empedernido como era (incapaz de mostrar vivas pasiones si no lo contagiaba de ellas otra persona, a la que, por no resultar descortés, se limitaba a emular –como bien hacía con Julia–. Le complacía más la contemplación, quedarse soñando con una mera posibilidad y con el intangible roce de las miradas). No podía, por mucho que lo intentara, mostrarse con los desconocidos como realmente era y, cuando estaba rodeado de gente, acostumbraba depositar la mirada en cualquier objeto inanimado y entablar «conversación» con él. (Sólo nosotros, por supuesto, sabemos de su extraña costumbre; debemos considerarnos, a este respecto, más privilegiados incluso que su propia novia.) Le molestaba, en ocasiones, el ajetreo de sus propios familiares en su casa, y por ello se encerraba en el baño, fingiendo que se estaba lavando los dientes, y se dirigía entonces al sumidero del lavabo imaginando que dos de sus orificos eran ojos, profundos ojos negros, y le hablaba; el sumidero nunca lo juzgaría, nunca se reiría de él, nunca le respondería con desdén…

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