lunes, 16 de marzo de 2009

Nada

Parece de plomo, el aire; la luz, de ceniza; y el tiempo, de hielo. Mi carne, como el aire, me oprime la mente, la aplasta y la asfixia. Me retrepo en la silla, que sólo con los huesos cuento. Lucho por seguir escribiendo contra la hipnosis a que me somete el cursor, parpadeante… Contra el peso de las manos para que no sea un batiburrillo de letras la sola estela de mi paso.

Hay tarea, pero no ganas de cumplir con ella; y alguna historia más enjundiosa que este fárrago barato ha tomado forma, en su origen modesta como suele, una idea vaga, una sombra, pero la revisten ya título, inicio, nudo –henchido, copioso…– y desenlace. Ha germinado con vigor desde la semilla y le serán proporcionados luz, tierra y tiesto; del agua se encargarán otros. En su día.

viernes, 6 de marzo de 2009

Hablemos de arte

A quienes introducen agujas bajo las uñas hasta arrancar desgarradores alaridos de dolor y terror nunca les han concedido una Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes; ni a aquellos que consiguen idéntico resultado aplicando descargas de miles de voltios en los testículos de sus víctimas. (Ya se ve por dónde van los tiros, ¿no? Aunque, por ahora, lo más que puede decir quien esté leyendo es que estoy como una puta chota. Pero ¿a quién le importa si al final opina lo mismo, o algo peor?...)

En los circos que trabajan con animales, entre otras cosas, muchos de éstos permanecen encerrados en jaulas que a duras penas los dejan moverse. Algunos de ellos acabarán padeciendo trastornos mentales, lo cual se hace patente desde el momento en que comienzan a dar vueltas en círculos en el ínfimo espacio de que disponen, o a golpearse sin cesar contra los barrotes. Sin embargo, mira tú, al periodista de cuya boca oí esta «noticia», a juzgar por el tono de consternación con que la iba dando, todo o toda indignado o indignada, nunca se le pasaría por la cabeza que entre los candidatos a recibir la Medalla de Oro al Mérito en la Bellas Artes estuviera alguno de los dueños de esos circos. «Hombre, pues claro –dirás tú, ser cándido–; va a ser verdad que estás como las putas cabras, o algo peor...»

En cambio, cuántos de esos que clavan banderillas hasta hacer escupir sangre han recibido una de estas medallas. ¡Cuántos! Oh, triste e insensible ignorante que esto lees, induciré ahora mismo a tu propio y disecado cerebro a que deduzca la verdad: ¿a cuántos de los mencionados en los primeros párrafos, sí, esos, has visto vestidos de luces durante su «actuación»?; ¿a cuántos adornándola con gráciles pases y teatrales florituras?; ¿a cuántos siendo el centro de una hermosa y gran plaza, atestada de entregados espectadores? ¡¡¿Qué arte encuentras en lo que hacen?!! He ahí la clave, pedazo de lerdo: que éstos son elevadísimos artistas, y aquéllos no más que asquerosos desalmados. El periodista antes citado y el ministro de Cultura hace tiempo que aprendieron esta lección, tan compleja para ti. Ayyyy…

A lo que voy: no veo razón para que José Tomás y Paco Camino devuelvan sus medallas (sí la vería, por el contrario, en muchos otros casos, pero intuyo que no hay huevos), pues, al fin y al cabo, viendo el criterio con que se otorgan, uno sólo puede llegar a la conclusión de que son tan valiosas como las bostas de vaca –ajá, como hediondos zurullos–. Y ellos, al igual que Francisco Rivera, no se merecen más.

P.D.: Ni más ni mejores artículos –porque éste es una pura bazofia– escribiré en relación con este tema. Sólo añadiré un último apunte: en la materia a que se refiere este abominable texto, me avergüenzo de ser español, ¡hostias ya! Envidia de las cabras es lo que siento.

jueves, 5 de marzo de 2009

Expresionismo literario-filosófico


Dice quien ha realizado la reseña de mi ejemplar de El extranjero que su protagonista, Meursault, es un símbolo del desencanto, el que una generación de europeos, no muy lejana en el tiempo, sentía –y acaso sienten ahora algunos otros– porque se consideraba despojada de gran parte de su libertad individual a causa de un excesivo paternalismo del Estado (corríjame quien, habiendo leído esta u otra reseña, piense que yerro en su interpretación). Me ceñí yo durante su lectura, sin embargo, a los hechos recogidos en el libro para sacar mis propias conclusiones: me encontré, en efecto, con un auténtico pusilánime, un salmón muerto que no hace más que seguir la corriente contra la que, tal vez, una vez nadó; una marioneta, en suma, que impasible se deja manejar por los hilos de la pura inercia. Ninguna justificación, salvo el trastorno mental, impediría en la realidad que tan extrema morigeración del carácter me suscitara una desigual mezcla de lástima y repulsión. Puede deducirse del título de este artículo, no obstante, que he sido indulgente –y realista– y he tomado esta obra como lo que es: un ejercicio de exageración artística. (Sea como fuere, sirva esta humilde reseña para que cada cual extraiga sus propias consclusiones.)

Pues bien, con la referida actitud va Meursault dejando atrás sus días; sobrellevando la vida, que no viviéndola. Le resulta aquélla muy últil, eso sí, cuando sobrevienen los contratiempos y los sinsabores, ya que así anestesiado, por muy duros que estos a cualquiera pudieran parecerle, pasan y son olvidados como el inodoro aire que respira. Por su parte, naturalmente, los momentos de (presumible) felicidad transcurren del mismo modo, silenciosos como el tiempo, insípidos como el agua. Y es que, borrada la línea que separa el dolor de la dicha, ¿qué queda?

Al cabo, llegará la ocasión en que su extrema indolencia, ya abandonado por fuerza el anonimato, sea escrutada por sus semejantes con minuciosidad. Aunque de todos sus actos, entonces, no debería ser analizado –a mi parecer– sino uno solo y determinado, nada podrá hacer el protagonista para evitar que tal examen tenga finalmente por objeto hasta lo más recóndito de su alma.