viernes, 1 de mayo de 2009

Removido y agitado (V)

La vida le sabe a poco desde hace algún tiempo, lo cual piensa que es debido al sinfín de novelas que ha leído, pues no es extraño que a cualquiera le acabe resultando tediosa y anodina la realidad después de haberse puesto en la piel de personas que han experimetado las más emocionantes aventuras: personajes con extraños ideales que por voluntad propia se rinden a la indigencia y que, después de estar a punto de morir de pulmonía a causa de un aguacero, hacen de acompañante de un ricachón que se quedó parapléjico de la forma más estrambótica, quien a su vez había vivido años antes en una cueva suplantando la identidad de otra persona; alguien que asesina a una mujer de moral deplorable sólo para intentar demostrar que el fin siempre justifica los medios, y que desde entonces sufrirá una persecución implacable por parte de la policía; un grupo de niños que, al naufragar el barco que tripulaban, terminan en una isla y casi acaban matándose entre sí; y si nos ponemos a mencionar las historias de Stephen King, imagínate… Todo eso explica el peculiar comportamiento de Julia: en definitiva, ella no hace sino intentar convertir cada pequeño suceso de su vida en un torbellino de emociones comparable –al menos de lejos– a todo aquello que ha leído. Hay veces en que I. se considera un privilegiado por tener una novia así, pero en otras ha llegado a sentirse realmente avergonzado.
–O sea, que si lees demasiado, ¿terminas aburriéndote de la vida? Lo anotaré en mi lista de «desventajas de leer ficción».
–Pues a mí, la verdad, me atraen más todavía las novelas desde que I. me contó eso. Ten en cuenta que Julia es mucho más extrovertida e inquieta gracias a ellas; le veo al asunto más ventajas que inconvenientes; la envidio, si te soy sincero. Bueno, prosigo con lo que te estaba contando. Me ponía I., en su última carta, varios ejemplos para ilustrarme sobre el comportamiento de Julia. Y no tienen desperdicio, Roberto.
–Venga, estás tardando…
–Sabes que I. es católico practicante, y asiste a menudo a misa. Julia nunca lo había acompañado, hasta que un día se ve que le picó la curiosidad y preguntó a I. si le importaría que fueran los dos juntos. A él –que a veces peca de ingenuo– la idea le pareció estupenda. Pues bien, llegó el momento en que el cura pronuncia el sermón…
–La homilía, creo que se llama.
–Sí, como se llame. El de ese día versaba sobre la parábola del hijo pródigo, y, cuando llevaba un rato hablando, va la tía y levanta la mano. El cura interrumpe su discurso y pregunta a Julia que qué ocurría –me imagino que con cierta cara de contrariedad–. Julia se levanta del banco, y le dice al sacerdote que aquello estaba muy bien, pero que le gustaría que les hablara sobre algún pasaje del Antiguo Testamento y les explicase la supuesta bondad que se encerraba en él, ésa que debía servir de ejemplo a los creyentes, porque ella nunca la había encontrado. Concretó un poco más, añadiendo que en ocasiones había sentido una ira incontrolable al leer las atrocidades y los despropósitos que en él se cuentan, que se narraban sucesos –algunos de los cuales refirió– que hasta le habían causado repugnancia. Figúrate la estupefacción del cura, Roberto; el tío flipaba, y al final interrumpió la especie de filípica en que se había convertido la intervención de Julia y le pidió, con cara de mala leche, que se marchara, porque sospechaba que ella era atea –brillante deducción, la del sacerdote– y que aquél no era su sitio. I., por supuesto, casi se desmaya de la vergüenza.
–¡Ja, ja, ja! ¡Qué bueno! Vaya Julia… Habría dado lo que fuera para ver aquello.
–Pero espérate, espérate, que aún hay más. Pasados algunos días tras el incidente, estaba I. en la habitación de ella, curioseando entre las cosas que había por allí, y no cupo en su asombro cuando vio, en el anaquel de una estantería, un cáliz dorado y adornado con diversos grabados. Iracundo, inquirió a Julia acerca de aquello: le respondío que lo había «cogido» del armario en que estaba guardado, en un momento en que la iglesia estaba vacía, y que pensaba llevarlo a un anticuario, el cual seguro que pagaría bastante dinero por él, para luego donar éste a una ONG. De esa forma sería mucho más útil, afirmó ella. Dijo que estaba harta de «tanta palabrería, tanto simbolismo vacío y tanta zarandaja mística», y que al menos así, aunque fuera involuntariamente, acercaría de verdad al Cielo a aquellos «beatos estirados». I. se sintió muy ofendido por aquellas palabras y la discusión fue de aúpa; por bien poco no rompieron. El caso es que no es la primera vez que Julia hace de moderno Robin Hood. En otras ocasiones, mientras se hallaba en un bar tomando unas copas con algún amigo –estando con I. nunca habría sucedido lo que sigue, claro–, ha escamoteado algún abrigo o un bolso que tenían pinta de ser bastante caros, y ha hecho con ellos algo parecido a lo del cáliz. Además dice que, cuando pasa delante del escaparate de una tienda «pija», le entran ganas de reventar una luna y regalar a los vagabundos todo lo que pueda coger. Vamos, que es una idealista redomada…
–Buf, yo de I. la tendría bien vigilada, porque algún día quizá tenga que ir a la comisaría a pagarle la fianza.
–Pues sí, no me extrañaría. A ver, más curiosidades acerca de la chica… Ah, sí, también es tremendamente visceral para la música, por ejemplo. Le encanta el grupo Radiohead; «la embriaga», en palabras de I. Mira, me he grabado un par de canciones suyas en el «mp3»*.
–Me suena el nombre, pero no sé si habré oído algo suyo alguna vez…
–Ten, y escúchalos cuando tengas un rato. Creo que lo siguiente sembrará en ti una curiosidad que de seguro no podrás contener: mientras escuchaban alguna de sus canciones, I. ha visto a Julia –según el tema que sonara– saltar como una posesa, reírse a carcajadas, llorar a moco tendido o, prepárate… excitarse hasta el punto de obligarlo a hacerle el amor en ese preciso momento, chantajeándolo con que, en caso contrario, saldría a la calle y se follaría a lo primero que tuviera polla.
–¡Joooder! Creo que me tengo que ir…
–Eh, eh, que todavía no he terminado, je, je; además, que si te entran ganas de lo último yo quiero estar ahí. Bueno, ahora viene una parte profunda. I. ha terminado aceptando esas fases de voluptuosidad extrema, aunque me ha confesado que en ocasiones se siente hasta celoso: cuando están ahí, dale que te pego mientras suena la música, le da la impresión de estar haciendo un mènage á trois entre ella, él y el cantante. No obstante, al final se sacude la idea de la cabeza y se deja llevar –sí, a veces es capaz–, intentando «absorber» parte de la energía que recorre el cuerpo de ella, que, si normalmente es bien considerable, con la música deviene descomunal, diferente incluso. Según él, tan amante de los símiles religiosos, parece que en un momento dado estuviera haciendo el amor con un ángel, con alguien incorpóreo… También es verdad que otras veces a Julia se le han cruzado las emociones: están en la cama, pum, pum, pum, cambia el tono del tema que están escuchando, de uno con «efecto excitante» a otro, por ejemplo, que la sobrecoge, y entonces se sume en el llanto… Esto a I. le corta totalmente el rollo y lo violenta muchísimo, naturalmente.
»Así, grosso modo, es Julia según palabras de I. Otro día te cuento las cosas que me confiesa sobre sí mismo, que él también tiene lo suyo. Tengo que irme, que en dos minutos empieza Teoría de la Literatura.
–De acuerdo. A mí aún me queda tiempo hasta la siguiente clase; me iré un rato a la cantina, quizás, y escucharé esta música afrodisíaca. Mmmm, o tal vez sean más apropiados los aseos…
–¡Míralo, el bujarrón! Me voy yendo ya, que a este paso me veo montándomelo contigo en el huerto de atrás.
–Cuando quieras, guapo. Por lo menos dame un beso…
–Hay mucha gente alrededor, ¿no?
–¿Todavía estamos así? T., tío, ya va siendo hora de que la gente sepa lo que hay.
–Lo estoy arreglando, Roberto. Digamos que he conseguido serrar ya varios barrotes de la jaula, pero aún no quepo por el agujero. Luego nos vemos, anda.
–Bueeeno, te salva este culo de escándalo que tienes. Hasta luego.
–¡Quieto, Roberto!

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