viernes, 30 de enero de 2009

Él, aquél y yo


Ignoro en qué exacta medida será El viento de la Luna una novela autobiográfica, pero me inclino por pensar que algo de ella tiene, pues en el año en que transcurre la narración, 1969, Antonio Muñoz Molina contaba con la misma edad que su protagonista: 13 años.

Si tales sospechas son acertadas bien puedo decir que, de manera, digamos, tangencial, han convergido durante mi lectura tres historias de similares líneas maestras, ya que la mía propia guarda también un considerable parecido con la narrada en el libro. Es por esa razón que no pocos de sus pasajes han provocado en mí, de tan familiares que me han resultado, reacciones que oscilaban entre una sonrisa de complicidad y una ligera conmoción. Cualquier hombre, a fin de cuentas y aun mínimamente, podrá sentirse identificado con el personaje, pues de seguro cualquiera de ellos recordará bien el momento en que a sus cuerpos sobrevino, súbito e inexorable, el inicio de lo que con detalle se describe en la novela: la pubertad. Asimismo, el hecho de que sea un entorno rural el que habitan el chico y sus familiares ha supuesto para mí el otro aspecto que he mirado con cierta nostalgia. Quedan muy lejanas ya mis frecuentes visitas, de no más de un día, eso sí, a ciertos parientes habitantes también del campo, y murciano en mi caso, pero la vividez que destila el relato al transmitir su esencia la misma, en definitiva, en un lugar u otro ha conseguido llevarme hasta allí de nuevo.
Por su lado es el ateísmo, que a edad tan temprana hace aparición en el protagonista, el último aspecto en el que me he visto reflejado pese a que yo no me planteé seriamente el asunto sino hasta la veintena, más o menos. Tanto reniega aquél de su indeseada condición de adolescente como de las creencias que le han sido inculcadas desde que nació. Y aunque, obviamente, nada puede hacer contra la primera, posee sin embargo recursos innumerables con que derribar las segundas; de ellos además no cesa de proveerse, como ávido lector que es de cuantas obras científicas tiene a su alcance. Lo comparo conmigo, como decía, y me apabulla tal precocidad en el dominio de los argumentos en cuanto instrumentos de refutación. Acaso, pienso también, no se trate tanto de precocidad como de inquietud, de no resignarse a aceptar sin más todo lo que le es dado de antemano.

Y no es otro que el propio protagonista quien va desgranando toda esta historia, como si fuera la novela su diario personal (dejando al margen los momentos en que aparecen los diálogos de los personajes). Para ello, el señor Muñoz Molina lo dota de un aticismo impropio de un chico tan joven que, por añadidura, se ve atraído más por la ciencia que por la literatura. A la postre, mezcla en su forma de expresarse, con encomiable maestría, la ingenuidad y rebeldía características de los jóvenes, la admirable capacidad del chico para adquirir y manejar con excelente juicio cantidades ingentes de información, y esa elegancia de que hablaba, evidenciada por una gran riqueza léxica y las detalladas y deliciosas descripciones de cuanto aquél percibe (no en vano, el autor es miembro de la Real Academia Española). A propósito de la extensión del vocabulario, del rústico para más señas, confieso que leer este libro, así como El hereje de Miguel Delibes, me ha hecho cobrar total consciencia de cuán ignorante soy de dicho argot: si los diccionarios hablasen, a los míos no se les oiría más que quejarse, de tantas consultas que han tenido que soportar.
Con todo, he encontrado en la escritura del autor un pequeño defecto tenue mancha en un 'expediente' que, por lo demás y si aún no ha quedado claro, creo justo calificar de impoluto: he echado de menos una coma que marcase dónde terminaba el principio de numerosas frases cuya sintaxis estaba invertida (esto es, que empezaban por lo que de ordinario es su final). Es curiosa semejante costumbre en alguien considerado una autoridad en materia lingüística.

En resumen, antes que impoluta matizo: tal adjetivo se me antoja demasiado aséptico, se trata ésta de una novela cálida, emocionante, que sirviéndose de la nostalgia suscita una honda nos- talgia en quien la lee, al cual sumerge, con sutil pericia, en otro mundo al tiempo muy cercano que, leída la última página, lamenta abandonar. A mí en particular me ha hecho extrañar, con dicho final, lo que nunca pensé que llegaría a extrañar tanto.

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