domingo, 11 de octubre de 2009

Cualquier día de éstos...


Golpeando con saña el volante y gritando imprecaciones contra la madre de todo cuanto se le ocurría, concluyó que con las ruedas reventadas nunca llegaría a tiempo a un sitio seguro y, en fin, que debía decidirse a salir del habitáculo ya: o lo hacía cuanto antes o moriría aplastado bajo la presión de la carrocería, la cual, sojuzgada bajo el plomo ígneo en que se habían convertido los rayos del sol, no cesaba de crujir y retorcerse como un animal moribundo. Tiró de la manivela, pero la puerta no se movía: el metal que la formaba se debía de haber fundido en los puntos en que apenas unos milímetros la separaban del resto de las piezas de la carrocería, sellándola irremisiblemente. Trató entonces de bajar el cristal de su ventanilla, pero, como suponía, el mecanismo eléctrico no respondió. Llevaba un par de segundos rezando cuando las seis lunas de que se componía el coche estallaron con horrísono estrépito y dejaron deslizarse al interior ráfagas furiosas de fuego gaseoso. Sobrepujando el instinto al pánico, atravesó el vano enmarcado de esquirlas de cristal.

Al entrar sus manos en contacto con el asfalto, un sonoro siseo realizaba la presentación del terrible dolor que, acto seguido, le atravesó las falanges y las palmas. En cuanto pudo, apoyó un hombro —de dobló—, después las costillas, y al cabo, desenganchados los pies del marco de la ventana, cuan largo era reposó sobre el suelo humeante. Tras hacer acopio de coraje, apoyó de nuevo las manos y con premiosidad se irguió. Se miró las palmas: donde la piel no estaba roja, se hallaba levantada o palpitaba. Vio asimismo que en el suelo varios trozos de la tela de su camisa, hechos jirones, se habían quedado adheridos al asfalto.

Enfiló el camino hacia las oficinas, ya en la acera. Lo que estaba viendo se parecía demasiado al lugar al cual, según le advirtieron los curas en tiempos del colegio, van todos aquellos que se pajean como un mono. Las losas que se extendían ante él estaban resquebrajándose, y notaba cómo cedían bajo sus pies. El verdor del césped de los jardines estaba por entero infectado de amarillo. Las copas de algunos árboles habían empezado a arder, y a punto estuvo de que la rama de uno de ellos le cayese encima cuando se desgajó de su tronco, socarrado todo nexo. Los pocos seres semovientes que veía no tenían mejor aspecto: un perro, de cuyo pelaje emanaba humo, corría despavorido mientras gañía; las personas que no emitían alaridos a causa de las llamas que las envolvían yacían inertes, tendidas en el suelo y con la piel prácticamente desprendida, mostrando en algunas zonas sus huesos. Había decenas de coches que, en semejante estado que el suyo, permanecían parados en medio de la carretera. En el interior de algunos de ellos, los ocupantes que podía ver no habían corrido tan buena suerte como él: unos estaban aplastados por la carrocería; otros, acaso exhaustos por el calor y desangrados debido a los cortes de cristales, apenas habían podido sacar medio cuerpo por una ventanilla; y otros, a los que les debía de haber fallado la dirección electrónica antes de reventar las ruedas, habían chocado con alguno de los numerosos vehículos que salpicaban la carretera, habían perdido la consciencia —tanto mejor para ellos— y ya mostraban en sus rostros las primeras señales de estar abrasándose.

Cuando apenas le quedaba una decena de metros para llegar, las suelas de los zapatos se desprendieron. No lo cogió esto de sorpresa, pues se había percatado de que, como casi todo a su alrededor, aquéllas también estaban humeando hacía tiempo. Se soltó los cordones y se deshizo de los restos de su calzado. No bien llegó a la puerta, percibió en sus pies aquella sensación que había experimentado en las manos: los calcetines eran calcinada historia; sus plantas podales, como dos mapas «mudos» de la orografía australiana.

Una vez hubo atravesado la segunda puerta que aislaba las oficinas del exterior, prometiéndoselas en su mente muy felices, se dio de bruces, literalmente, con un muro de gélida atmósfera y no menos terrorífico panorama que el que acababa de dejar atrás. Todo a su alrededor estaba cubierto de hielo, capas y capas que opacaban la imagen de cuanto envolvían: pantallas de ordenador todavía encendidas, mesas, sillas, armarios... Y la gente, por supuesto: ellos daban el toque final a lo que parecía una escena que alguien, mientras visionaba la película de que formaba parte, había querido observar en «pausa» para escudriñarla con minuciosidad. No obstante, tenían todos los labios amoratados y las pupilas apenas eran perceptibles, enterradas bajo lágrimas congeladas. Le extrañó ver que una compañera, no muy dada a los accesorios indumentarios, llevaba una especie de sombrero; pero, al mirar más detenidamente, se dio cuenta de que no era más que una estalactita que se había desprendido del techo. Con extremo nerviosismo y poniendo delante de su cara las manos, alzó la mirada al techo y, entre los huecos de sus dedos, tembloroso de frío y de terror, vio fragmentado un enorme plantel de agujas heladas. Sin dejar de cubrirse como bien podía la cabeza, retomaron sus ojos el frente y otra visión le horadó las retinas durante sus últimos segundos: todos tenían la boca y los ojos muy abiertos, salvo la chica del «tocado».

La ignorancia en ocasiones es un consuelo, pues quizá un infarto se lo habría llevado antes si hubiera sabido, o aun intuido, que el húmedo bochorno que antes había inhalado estaba acelerando un proceso que en sus compañeros fue gradual. Triste consuelo, en cualquier caso: después de exhalar una blanca vaharada más, el interior de los pulmones culminó su petrificación.

Entonces, por un instante fugaz —despiadadamente dilatado—, comprendió.



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