jueves, 13 de agosto de 2009

Inercia

Creía estar bien asido al marco de la mampara, pero tuvo unos segundos para comprobar que no era así en cuanto se resbaló poco después de apoyar un pie en la alfombrilla de plástico, mal fijada asimismo al suelo de la ducha.

Los crujidos del mueble, que llevaba oyendo hacía tiempo, eran señal de que la balda que sujetaba un gran número de libros estaba cediendo; lo cogió durmiendo, le aplastaron la cabeza balda y libros —qué ironía—. Con lo práctico que era tener esa gran estantería, en forma de arco, sobre la cama...

Por algo pintan los pasos de cebra en el extremo de las calles; él, mayorcito como era, lo sabía, pero la impaciencia se sobrepuso. La casualidad quiso que, justo cuando (mal)cruzaba por una calle que confluía con otras cuatro, formando con ellas una cruz, convergiera su cuerpo con el propio metálico de un coche.

Quiso emular aquella escena, por mucho que la detestara, en que un bailarín se sube a una farola paraguas en mano, y hacer el idiota un poco como aquél; sin pensar mucho en que la tormenta del día iba acompañada de rayos; sin pensar, naturalmente, en que uno lo alcanzaría.

Durante largo tiempo venía sospechando que gustaba a su vecino; también que, alcanzada la mayoría de edad, en la mente de éste reventaría una furia hasta entonces apenas contenida; una furia que desde la mente electrizó por fin todo su cuerpo cuando de él obtuvo no indiferencia o repulsión, mas sí una disculpa: tras expresarle su sentimiento de halago tuvo que confesarle su imposibilidad de complacerlo. El cupo de negativas y frustraciones del vecino se hubo de cubrir con ésta, la última, la que llevaría a uno a la cárcel y a otro bajo tierra.

Y el mundo, fuera como fuese, siguió su curso. Como en vida ocurría —que en cada ocasión él tomaba sólo lo que le daban, o acaso menos—, muerto nada nuevo pudo sucederle, y cual hoja seca con el viento voló. Puto mierda.

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