sábado, 25 de abril de 2009

Removido y agitado (IV)

No me ha salido demasiado mal el arroz, ¿no?
–Está delicioso, papá. –I. pensó comentar a su padre lo provechoso que le estaba resultando vivir solo, pero finalmente desechó la idea: sacando ese hecho a relucir no conseguiría más que entristecerlo.
–¿Sabes algo de tu hermano, I.?
–Le va muy bien la empresa, con la que está ganando más dinero que nunca. Ahora sale con una chica nueva, aunque ya es algo habitual, como sabes.
–Sí, no sé qué tiene en la cabeza; sólo vive para ganar dinero, con el único fin de tirarse a todas las mujeres que se le antojan. Todas las tontas, claro, dudo mucho que le sirva la táctica para atraer a las que merecen la pena de verdad…
–Pues sí, papá, pero ya es mayorcito para saber lo que quiere. Si ésa es su ambición, allá él…
–Se ha vuelto un putero, I., qué desastre… ¿Qué haríamos mal tu madre y yo? –I. empezó a temer que se desatara el vendaval, y se lamentó del escaso fruto que daban sus esfuerzos por evitarlo–. Bueno, pensándolo bien no hace otra cosa que imitar a tu madre, que parece que coleccionara hombres desde que nos separamos –«Comienza la lluvia de mierda», pensó I.–. Tu hermano, un putero, y tu madre, una pu…
–¡Cállate, por favor! ¡Mamá se merece que la trates con más respeto! Y ponerla en un altar, diría yo, porque sólo una santa puede aguantar al lado de alquien que por toda recompensa ofrece un constante patetismo. Sí, sí, no te rías, tus sospechas son absurdas; ella no se merece que pienses que alguna vez te fue infiel, ni que ahora la acuses de nada, porque sólo se limita a hacer lo que debe: recuperar el tiempo perdido. Te lo tengo dicho, si piensas así es debido a la perspectiva con que lo ves todo, papá, que parece que te tapara la vista un velo negro… Joder, ¿es que tenemos que acabar discutiendo en todas las comidas?
–No puedo evitarlo, hijo –le temblaba la voz–. La miseria me persigue adondequiera que voy. Y el no poder trabajar por culpa de este cuerpo que tengo, que no me causa más que dolores… Tengo demasiado tiempo para pensar y cuanto me rodea no me ayuda a sacar conclusiones optimistas, precisamente…
–¡Uff! Echas la culpa a los demás, cuando casi todos los problemas te los creas tú mismo, y muchas veces de la nada. El cuerpo responde al trato que uno le da, papá, a no ser que esté enfermo; el tuyo estaba perfectamente, pero lo estás reventando a patadas. Por cierto, ayer vi que compraste una enorme tarta de chocolate, ¡y hoy sólo queda un cuarto de ella! Qué quieres, ¡¿suicidarte?! –I. golpeó la mesa con el puño derecho, lo que produjo un sonido que retumbó entre las paredes–. Maldito cobarde egoísta… Además, me estás arrastrando contigo; siento que delante de mí se empieza a formar ese mismo velo que cubre tus ojos –continuó comiendo mientras miraba con indiferencia al televisor, tratando de ignorar a su padre y dar por terminada la discusión.
–Quizá estaríais mejor sin mí… –las lágrimas se deslizaban ya por sus mejillas–. Créeme, lo he pensado más de una vez… –negaba con la cabeza, que tenía agachada, y en sus ojos se veía una expresión de profunda zozobra, muestra del cruento combate que se estaba librando en su interior. Pasados así unos segundos, aferró el cuchillo con la mano derecha, llevó la hoja al lado izquierdo del cuello, y se abrió la garganta.
–¡¡Qué haces!! ¡¡No, no…!! –I., con los ojos muy abiertos, saltó de la silla y se abalanzó sobre su padre en un vano intento por restañar la sangre. Pero ésta manaba a borbotones, al tiempo que el herido gemía y emitía gorgoteos.

En ese instante, con la respiración agitada y los ojos empañados, I. despertó.

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