lunes, 6 de abril de 2009

Removido y agitado (I)

Querido T.:

Qué sería de mí si no pudiera recurrir a tu paciencia de vez en cuando… Mi padre ha tropezado y se ha caído, esta tarde, y por poco no lo cuenta. Ya tiene una nueva historia de la que dolerse y con que martirizar a todo oyente que se le ponga por en medio, profusamente adornada de quejas que no vienen al caso, como acostumbra, y convenientemente dramatizada –como si ésta lo necesitara–. Antes de «abrazar» el suelo, el canto de la mesa ha querido llevarse una pequeña parte de su cara y, durante unos segundos, toda su consciencia. Me he puesto de los nervios, creía que de ésta no salía. Pero no, por mucho que lo castigue engullendo todo tipo de mierda, su cuerpo aguanta, es algo asombroso. Le he vertido en la cara un vaso de agua y ha pegado un respingo; la máquina ha vuelto a arrancar, una vez más, empezando a emitir el patético sonido que la caracteriza: «¡Ay, ay, ay…!». Manaba mucha sangre, de modo que no me lo he pensado y he llamado para que viniera una ambulancia. Veinte puntos le han tenido que dar, no me extraña; ha sido un golpe brutal. Ahora no deja de repetir que él nunca se había caído –siempre saca la dignidad cuando no viene a cuento–. Sí, hay que admitirlo, si bien cualquiera preveía que era cuestión de tiempo, porque tropezar lo hace más que quejarse, hecho una puta mole como está, asquerosamente torpe y lenta. En fin, pensé que debía contarte un suceso así cuanto antes; ya te castigo bastante con mis minucias y mis absurdas tribulaciones. Era hora de compartir contigo algo de auténtica importancia.

Estoy muy harto, T., y exhausto. Mi padre no cesa de lamentarse por cualquier nimiedad, y, según él, está «rodeado de desgracias». La mayor de ellas, cómo no, la separación de mi madre. Sé que le afectó muchísimo, pero de eso hace ya más de un año, por Dios. ¿Por qué no la olvida de una vez? Hace mucho tiempo, cuando todavía me quedaban fuerzas, intenté hacerle ver que lo suyo es un problema de actitud, de filosofía de vida, porque con todo hace lo mismo: no importa que un problema sea irresoluble, él lo rememora y se lamenta una y otra vez, cuando lo más sensato –aunque la sensatez hace mucho que abandonó a mi padre, o él a ella– es dejarlo atrás y sustituirlo de alguna manera. No tiene más que tomar ejemplo de mi madre, que ha salido ya con dos tíos desde la separación. Pero no quiere enterarse. Ni de eso, ni de nada; el pasado parece su droga, y cuanto más amargo sea el episodio de que se trate, más le "pone". Le encanta chutarse penas. A todo esto hay que añadir la «modélica» dieta que sigue, por supuesto. El exceso con que come es seguramente la razón de que padezca tantos dolores, pues no hay cuerpo en este mundo que soporte sin quejarse el tener invadido el cincuenta por ciento de su espacio por la grasa. Él me asegura que la necesita, que no tiene otra cosa con que aguantar el «infierno» en que está inmerso. Mentira: es otra adicción más; cuando pasan los efectos de la aflicción, se pone una generosa dosis de comida hipercalórica. Y mira que se lo advirtieron los médicos –aunque el hecho de que le fuese reconocida la incapacidad total debería ser suficiente para disuadirlo–, que no tiene el corazón para esos trotes, que un día se va a llevar un susto que podría ser el último. Pues no, sigue devorando basura sin contemplaciones; no sabes la mezcla de repulsión y frustración que siento cuando lo veo cebarse de forma tan obscena y pienso en cómo acorta con ello el camino que lo llevará a su fin.

Pero yo ya me he rendido, amigo, lo llevo insinuando hace rato –los genes son muy fuertes, y los míos me fustigan hasta que sale la quejumbre a chorros–. Porque no es él sólo, la estupidez me asedia; todos hacen lo que les da la gana. Me siento abrumado, así que yo prefiero meterme en mi burbuja, y que cada cual se las apañe. Intentar demostrarles cuán equivocados están acabaría conmigo despanzurrado al otro lado de una ventana, sobre un montón de cristales hechos añicos. Demasiado esfuerzo, mucho riesgo para mi salud mental. Sólo cuando no puedo evitar cruzarme con ellos, transijo con sus idioteces, me las trago. La única alternativa a la que puedo aferrarme es intentar por todos los medios no coincidir en el mismo espacio, lo cual me permite al menos sobrellevar la situación. En fin, el día que yo salga de esta casa no se me borrará la sonrisa durante meses.

Voy terminando, por clemencia. Siento ser portador de tanto lamento, T., pero has de comprender que necesito desahogarme de alguna forma, pues aislarme sólo me sirve durante algún tiempo, mientras la desesperación se mantiene aletargada. Te agradezco muchísimo que estés ahí, no te imaginas cuánto me alivia saber que al menos leerás esto. No obstante, trataré de que mi siguiente carta sea más alegre. Quizá te cuente alguna anécdota graciosa protagonizada por mi padre, que los caracteres dolientes son un coñazo, pero a veces expulsan la frustración en forma de un humor negro desternillante.

Recibe un saludo muy afectuoso,

I.

2 comentarios:

  1. Gracias...

    Y tú, como yo, sigue escribiendo por ti. Para ti. Cuándo y cómo te apetezca.

    Campeonatos aparte, no lo hacemos mal... de modo que ¿por qué dejarlo?

    Desde el relax que ofrece el dejar de llamar a puertas infranqueables, te aseguro que tú tampoco estás solo.

    Sin un gramo de compasión.

    ResponderEliminar
  2. Juraría que había leído una segunda parte...

    Lo habré imaginado. No importa.

    Saludos, colega.

    ResponderEliminar