domingo, 5 de julio de 2009

Removido y agitado (epílogo)

Atención: a quien, en su locura, esté pensando leer esto sin haber empezado por donde ello ha de hacerse, le remito al lugar adonde con prioridad debe dirigirse, esto es, al principio: «Removido y agitado (I)».

Miguel estaba en su casa ese día en que decidió llamar a Paula para invitarla (sí, ese otro día en que se quedó esperándola hasta que las lágrimas comenzaron a brotar a chorros de sus ojos y lo sumergieron en un océano sin salir de su casa).

Era aficionado a la historia (no recuerdo si lo puse con mayúscula inicial, pero se entiende lo que quiero decir, ¿no?) —como recordarán los fieles lectores de esta emocionantísima narración—. Pues bien (agárrense los machos porque vienen curvas), este patético ser se había hecho con una enciclopedia sobre la Segunda Guerra Mundial, la cual aún no había pagado; es decir, se la dejaron hojear y ojear antes de tomar la definitiva decisión de pagarla, pues, siendo así, pasaría a la irreversible condición de propietario (que hay que explicarlo todo). Con dicha enciclopedia regalaban una detallada maqueta de una de las batallas en que Hitler tuvo presencia (alguna tuvo que haber, seguro; documentarse es de perdedores). La había montado ya, lo cual llevaba implícita la decisión de quedarse con la consabida enciclopedia. No obstante, él abrió el primer volumen y empezó a leerlo: «En contra de lo que comúnmente siempre se ha dicho, Alemania no fue la que inició la Segunda Guerra Mundial [...]». ¡Pum! —cerró violentamente el libro—. ¿Que no empezó la guerra? Llamó acto seguido a la editorial, no quería en su casa un repugnante panfleto pronazi. Le dijeron que, si había montado la maqueta y sus figuras se encontraban sin su envoltorio correspondiente, era imposible la devolución del importe que aún no había desembolsado; podía hacer lo que quisiera con ella: regalarla, quemarla, hacerle vudú... Pero, para bien o para mal, era suya.

Estaba realmente cabreado, así que, en cuanto hubo colgado el teléfono —acto al cual acompañó un sonoro crac (o plac, o trac; lo que más rabia os dé)—, cogió la figurita de Hitler (un prodigio artesanal, no me cansaré de recalcarlo, si bien la extensión de este texto no dará ocasión a mucho cansancio) y la ensartó en el palo de la bandera alemana (que de seguro, tengo fe ciega en ello, habría una en la batalla de marras). Yo no estaba allí, pero aseguran que se la metió por el culo.

Saciada el hambre de venganza, pletórico, decidió hacer otra llamada: La Llamada (ésa que nunca olvidará quien la recibió y ya no comparte mundo con él). Un instante después de oír la voz de su interlocutora por el auricular, la saludó con un optimismo en la voz que hacía mucho tiempo que no mostraba, la saludó con unas palabras —recordad— que hacían sentir culpable a Paula (espero que se comprenda el porqué) y que, hasta su muerte, repicarán en su cabeza con insistencia pertinaz («que nunca olvidará» dicho con lirismo, vamos):

—Te quiero, Paula...

Pues eso, que fin.

1 comentario:

  1. Bueno, el fin va antes del epílogo, si no me equivoco. Pero, vamos, ya se entiende. Digamos que es el «FIN DEFINITIVO PARA SIEMPRE Y YA NO VOLVERÁ A SER PUBLICADO NADA MÁS CON RESPECTO A ESTA EMOCIONANTÍSIMA NARRACIÓN».

    Para hablar sobre el precio de los derechos, para llevarla al cine (los telefilmes se los pueden meter por donde —dicen— Miguel le metió el palo de la bandera a Hitler), escríbanme a la dirección de correo electrónico situada bajo el rótulo «De perdidos al río [la encabecé con ese famoso refrán porque, facilitando tamaño secreto, me arriesgaba sobremanera a ser acosado por hordas de mujeres heterosexuales y de hombres homosexuales y de caballos zoófilos]» (arriba...; ahí, exacto).

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