viernes, 13 de febrero de 2009

Vívida

Piii, piii, piii, piii…!

–Mmmmpf… ¡¿Las ocho?! ¡Joder, ten piedad, que es sábado! –apagó el despertador de un manotazo–. ¿En qué estaría pensando yo –musitó con voz cada vez más queda y pausada– para poner el "trasto" a esas hor…? Zzzz…

Dos horas y pico más tarde:

–¡Buuuahhh…! –se desperezó–. Bueno, ya está bien; hora de empezar el fin de semana, que como me emperre no hay quien me mueva.

P. vivía solo, desde hacía unos tres años, en un pequeño piso de 50 m2. En cuanto se hubo instalado en él, aseguró a todo el mundo –con su habitual jactancia– que lo mantendría limpio y ordenado contra viento y marea hasta convertirlo en «la envidia de los pisos de soltero». La promesa, como era de esperar, no duró más de dos meses: sus palabras destilaban una energía gigantesca, pero les solía ocurrir como a los cohetes mojados que, al llegar a lo más alto, se quedan mudos.

Se levantó de la cama y se dirigió a la cocina con intención de desayunar:

–¡Hum! Pan de molde… –dijo nada más ver el paquete, abierto encima de la mesa–, pues hala, tomemos unas tostadicas. ¡Puaaaj! ¡Qué asco, coño! –las rebanadas estaban cubiertas de moho casi por completo–. Habrá que pensar en tomar otra cosa. –Abrió el frigorífico y observó, contrariado, su parvo contenido.– Puff, va a haber que ir a la tienda a reponer provisiones. Oye, ¿y si de paso vamos a una cafetería a que nos hagan un desayuno decente?, que tengo yo el capricho de las tostadas. –Meditó la idea unos segundos.– Ámonos. Aunque... –se olió las axilas– antes convendría darse una ducha rapidilla.

Ya en el baño, abrió el grifo del agua caliente y comenzó a desvestirse. Antes de quitarse los calzoncillos, su mirada dio con el bote de gel y se percató de que estaba vacío, ni un ínfimo poso se veía en su fondo:

–Vaya. Para echarme nada más que agua me quedo como estoy, la verdad.
»Me largo. –Rebuscó, en el dormitorio, entre el desparramado caos de ropa que lo rodeaba y comenzó a vestirse con las prendas cuyo olor iba superando la prueba que no habían conseguido pasar sus axilas. Echó un rápido vistazo en el cajón de la mesilla donde solía guardar el desodorante, pero no lo encontró.– Iré por el parque, a ver si se me pega el olor de las flores.

Cogió las llaves, la cartera y el móvil, cerró la puerta y bajó apresuradamente las escaleras. Abrió la puerta que daba a la calle y un sol espléndido le obligó durante unos instantes a taparse los ojos con una mano puesta en visera: «Sí –pensó mientras esbozaba una sonrisa–, esto es muy buena idea».

Llevaba unos minutos andando cuando empezó a sentir un intenso calor que lo obligó a quitarse el grueso jersey que vestía: «¡Me encanta: he elegido el mejor día del invierno para salir!». Se le ocurrió, entonces, la idea de llamar a su novia para invitarla a desayunar con él: «La guinda del pastel», se dijo para sí, contento. Localizó el nombre en la agenda del móvil y pulsó la tecla de llamada. Sin embargo, no fue el tono lo que escuchó, sino una voz pregrabada: «Su saldo está agotado. Si desea acogerse a la promo... », colgó bruscamente:

–¡Hay que joderse! –empezó a torcérsele el gesto–. Esto ya me está mosqueando, ¿eh? Será posible... Pues nada, habrá que decírselo en persona y tirarse media hora esperando hasta que esté preparada; demos gracias por que su casa no está muy lejos...

Sólo le quedaba girar en una esquina y enfilaría la calle donde se hallaba el portal de su novia. Momentos antes de llegar, mirando en derredor, pensó: «Es curioso, cuánta prisa parece tener la gente hoy y cuánto ajetreo de coches; nadie diría que es sábado... Bah, me debo de estar volviendo parnoico, o algo parecido».

Llegado al portal, pulsó el timbre y se acercó al interfono:

–¿Sí?
–Hola, ¿N.?
–No, soy su madre. Ella está trabajando. ¿Quién es?
–Soy P. ¿Cómo es que está...
–¿P.? Pero bueno, ¿qué haces tú aquí? –espetó con tono desabrido–. ¿No te dejó claro que no quiere verte ni en pintura? ¡Mira que se lo he dicho, pero no escarmienta!; que no le conviene juntarse con personas incapaces de enfrentarse a sus propios problemas, cuando ella tiene tantos con los que lidiar.
–Pero ¿qué dice, señora? ¿Eso a qué viene?
–Venga, chico, no volvamos otra vez a lo de siempre, que estamos muy hartas ya mi hija y yo; más yo que ella, no te voy a mentir. Vete, por favor, y déjala en paz.
–Está usted un poco p'allá, ¿eh? –en la expresión de P. se mezclaban la sorpresa y el enojo a partes iguales–. En fin, me voy porque es a N. a la que buscaba; no tengo por qué seguir aguantando esto. Adiós.

Reemprendió la marcha, pensativo: «¿Está trabajando? No recuerdo que tuvieran trabajo atrasado en su asesoría. O quizá sea dentro de poco el cierre del ejercicio contable, o una cosa así... Y a la tía esta, ¿qué mosca le habrá picao? Vamos a tener que hablar largo y tendido N. y yo, sin duda. En fin, voy a darme prisa, que a este paso me apagan la tostadora de la cafetería y no tengo maldita gana de desayunar un bocadillo de chipirones.»

Atravesando el parque, radiante de las flores de cuya fragancia pretendía ufano impregnarse, pasó al lado de la zona de recreo infantil. Estaba desierta: «Los videojuegos están haciendo estragos, me parece a mí. Con el solazo que hace, y aquí no hay nadie... Qué pena, oye. ¡Hum! –una chica joven se acercaba caminando en sentido contrario–, menuda paya... Pongamos nuestra mirada irresístibol... Sí, nena, aquí me tienes, para ti sola –no pudo evitar que las últimas palabras resonaran en su interior con cierta amargura–.
«¿Cómo? –al pasar a su lado, la chica bajó la mirada y compuso un gesto de incomodidad–. Pues tú te lo pierdes, mujer. Por lo visto hoy todo dios se ha propuesto joderme el día; y como sigan así lo van a conseguir, ¡vaya que sí!»

Con gesto compungido, entró en la cafetería. El olor a café, sin embargo, lo animó un poco y su rostro se tornó menos tenso. En la barra pidió al camarero un par de tostadas con mantequilla y mermelada de melocotón y un café con leche; le dijo que iba a ocupar una de las mesas situadas afuera:

–Sería un pecado desaprovechar el sol que hace, y no es plan de enfadar a Dios– «más de lo que ya lo está», habría querido añadir.
–Sí, realmente hace un día magnífico. En un momento le llevo el desayuno a su mesa, caballero –el camarero se mostraba cortés, pero una profunda deconfianza se adivinaba en sus ojos.

Al otro lado de la barra, un gran espejo devolvió a P. la imagen de alguien con barba de varios días y el pelo sucio y desgreñado, así como unas profundas ojeras: «¡Joder! ¡¿Ése soy yo?! ¡La madre que me parió, con tanta prisa ni siquiera me he acordado de mirarme al espejo allí en el piso! ¡Puff, qué espanto! Ahora entiendo la reacción de la chica aquella; yo, en su lugar, habría salido corriendo...».

A causa del desagradable descubrimiento, estuvo tentado de cambiar de idea y no salir al exterior sino hasta que fuera estrictamente necesario. No obstante, y al margen de su impostado temor a Dios, le atraía demasiado la perspectiva de darse un baño de acariciante luz solar. En cualquier caso, la escasa sensatez que lo caracterizaba le impelió a ubicarse en la mesa más apartada de todas.

El camarero le trajo la comida y, en cuanto éste se hubo marchado –no quería dar más muestras de menesterosidad de las que ya estaba exhibiendo–, se abalanzó a untar los trozos de pan. Hecho esto, y mientras degustaba con fruición el maridaje de sabores, posó la mirada en la única persona que allí se encontraba. Se trataba de un hombre que aparentaba unos cuarenta años, quien ojeaba un periódico gratuito, con más bien poco interés, al tiempo que daba pequeños sorbos a una petaca. A P. la visión le causó un escalofrío, pues, dejando a un lado su vestimenta y su tez, algo más sucias, el aspecto de aquella persona era harto parecido al suyo: «No soy el único que necesita una ducha. Una buena ducha». Salió entonces el camarero, que, al ver al hombre, le preguntó con ligera vacilación si tenía intención de pedir algo:

–¡Hostia, no sabes todo lo que tengo ganas de bedir! –se limpió con el brazo una babilla que le empezó a caer desde una comisura de la boca–. No, traguilo, gon gue me llenes esto de JB me doy bor satisfecho, ¡ja, ja, ja, ja! –la risa lo sacudió de arriba abajo, a pique estuvo de caerse de la silla. Puso la petaca boca abajo y la agitó–. Mira, ni una gota me gueda...
–¿Lleva algo para pagar...? Seré imbécil –masculló en un tono casi imperceptible–. Lo siento, pero le tengo que pedir que se vaya o llamaré a la policía; está molestando a los clientes.
–¿Glientes? Bero ¿tú tienes ojos en la gara, macho? Además, gue no hago mal a nadie por estar aguí sentado, ¡joder! –Titubeó un segundo; le brillaban los ojos. Finalmente, tiró el periódico al suelo y se levantó aparatosamente de la silla.– ¡Bah, vete a tomar bor gulo, gilipollas!

P. se quedó mirando fijamente al renqueante ser que lentamente se alejaba. Cuando consideró prudencial la distancia que los separaba, se atrevió a hablar al camarero:

–¡Madre mía! No me habría gustado estar en su lugar, amigo. ¿Viene mucho por aquí ese hombre?
–No, a él es la primera vez que lo veo. De todas formas, pasa de vez en cuando –carraspeó, visiblemente incómodo–, y sobre todo últimamente, que tengo que bregar con gente así. Los fines de semana se ve que se cortan un poco más, quizá por la mayor afluencia de gente, y es raro verlos.
–En fin, no se preocupe, que yo ya me marcho, y por las buenas, je, je –rio nerviosamente. «¿Los fines de semana? ¡¿Los fines de semana?! ¡Mierda, si le pregunto a qué día estamos no se lo piensa tanto como con el otro para llamar a la policía! Paguémosle lo suyo y vámonos. Y de mi casa no salgo en todo el día como que me llamo P. T. L.»
–¿Cuánto es todo? –preguntó P., sacando la cartera.
–Cuatro cincuenta.

Abrió el compartimento de las monedas, pero no encontró nada. Buscó entonces en el de los billetes: vacío; sólo tenía una tarjeta de crédito. El corazón empezó a latirle con fuerza, acelerado:

–Disculpe, ¿aceptan tarjetas? –sentía como si toda la sangre del cuerpo estuviera celebrando una fiesta en el ático que era de pronto su cabeza–.
–Sí, claro –asintió el camarero, y se la cogió.

Mientras se alejaba, P. siguió con nerviosismo escudriñando en la cartera, en cada uno de sus rincones. En aquel que tenía reservado para los carnés vio una tarjeta azul, que miró con gran extrañeza, doblada en tres partes iguales. Sobre la que hacía de portada, rezaba:

OFICINA DE EMPLEO
DOCUMENTO ACREDITATIVO DE DEMANDA

«Pero ¿qué coño?... ¿Cuándo me he hecho yo esto?» Desplegó la cartulina y comenzó a leer, el ceño muy fruncido, cada uno de los datos que figuraban en el interior. Uno en particular le llamó especialmente la atención:

FECHA DE INSCRIPCIÓN: 14/11/2008

Todo su torax, finalmente, parecía haberse convertido en un inmenso corazón que con cada furioso bombeo lo empujara hacia delante. En ese momento, la música* que hasta entonces sonaba de fondo subió ligeramente: «Y ahora van y me ponen una especie de himno funerario. ¡Atiende, el gusto que tienen algunos...! ¿Qué pretenden con esta basura, que la gente se suicide en masa?» Se centró de nuevo en la cartulina azulada: «Esta fecha tiene que estar equivocada: ¡si acabamos de empezar febrero!... ¡Ja!, habló el que no sabe ni en qué puto día de la semana vive. Mierda, mierda, mierda..., o pregunto a alguien la fecha, o me vuelvo loc... ¡Eso es: el móvil!». Se sacó el teléfono del bolsillo y miró la fecha que indicaba su pantalla:

16-may-2011

«No puede ser, no puede ser, ¡no puede ser!», gimió en su mente, desencajado el rostro. A través de las lunas que eran las paredes de la cafetería, P. podía ver su interior: el camarero hablaba con alguien que se hallaba tras la barra; éste, mostrando al otro la tarjeta sujeta en una mano, negaba con la cabeza.

–¡¡Me cago en Dios!! –los viandantes que transitaban alrededor se volvieron sobresaltados hacia él. Apoyó ambos codos en la mesa y dejó reposar la cabeza sobre las manos juntas y abiertas, tapándose toda la cara. La luz y el calor del Sol eran incapaces, ya, de atravesar la gruesa coraza en que había devenido su cuerpo.

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