sábado, 21 de febrero de 2009

Instintos

La adrenalina, saliendo en tromba, tocó a rebato. El corazón se desbocó de súbito y puso así en movimiento una oleada de sangre que propició, finalmente, la reacción del cerebro; éste empezó su tarea ordenando a la mayoría de la sangre que irrigara los músculos de las piernas: «Dejad las demás extremidades; ya habrá tiempo de atenderlas después». Semejante idea tomó forma de escena absurda en medio del caos de impulsos neuronales:


(–¿Qué le ocurre, señor? –pregunta preocupado uno de sus acólitos, mirándolo a él y al bolígrafo alternativamente. Dicho objeto, después de resbalársele entre los exánimes dedos, reposa sobre un folio en cuyo encabezado figura, centrada y en mayúsculas, la palabra «Decreto».

–¡¿Cómo voy a firmar nada ahora, si me están persiguiendo dos perros rabiosos –le espeta, mientras se lamenta de haber elegido a dedo, como a tantos otros, al tipo que está a su lado–, tonto’l culo?!)


El cerebro, como íbamos diciendo, dividió al resto de la sangre en dos mitades: ordenó a una de ellas que se quedara consigo («No necesito más, esto no es un discurso») y, a la otra, que bajo ningún concepto abandonara los pulmones: «Sé de buena tinta que nuestro dueño pretende gritar para pedir auxilio, pero vosotros limitaos a proporcionarle respiración; Corazón, y Músculos allá abajo, necesitan todos y cada uno de los mililitros de oxígeno de que dispongamos; que no se os olvide: ¡somos un equipo!». Las imágenes que iban transmitiéndole los ojos le asombraban: el suelo se deslizaba frenéticamente, y, cuando aparecía cualquier obstáculo en el camino, por grande que fuera, su dueño lo sorteaba con una gracilidad inusitada; se congratuló por el extraordinario trabajo que estaban realizando las piernas, «la pareja de viejas fofas».


No informaron los ojos, sin embargo, del pequeño arco que formaba una raíz, y, tras enganchársele un pie en ella, el hombre cayó de bruces al suelo. El cerebro, insensible al dolor gracias a la adrenalina, gritó al corazón que intensificara su ritmo: «¡Vamos, vamos! ¡Tenemos energía para seguir corriendo varios kilómetros más!». Los perros, con todo, le dieron alcance y se abalanzaron sobre él: ya no captarían los ojos más imagen que la del oscuro cielo estrellado, enmarcado por las copas de los árboles. La sangre comenzó a sentir un frío intenso, desconocido para ella; asimismo, en desbandada y sin saber por primera vez en su larga existencia hacia dónde se dirigía, se fundió con toda suerte de texturas a cuyo tacto no estaba acostumbrada. Los oídos, que hasta ese momento apenas habían percibido la agitada respiración de su dueño, transmitieron al cerebro algo que lo sumió en el desconcierto: al tiempo que uno de los perros, ciñendo su cuello, daba al hombre despiadadas sacudidas, alguien tañía con furia los tambores de una batería.



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